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Ir al canal de SpotifyHay experiencias que no deberían formar parte de ninguna infancia. Aun así, muchas personas adultas cargan con heridas profundas que comenzaron en momentos donde todo debería haber sido juego, curiosidad y amor. Son heridas que no cicatrizan como quisiéramos
En este post quiero hablarte sobre una de esas heridas: el abuso en la infancia.
Esta herida es mucho más común de lo que solemos imaginar. Según una revisión científica de Noemí Pereda publicada en el artículo “¿Uno de cada cinco?: Victimización sexual infantil en España”, entre el 10% y el 20% de los menores en España han sufrido algún tipo de abuso antes de los 18 años. Además, en 2023 se registraron 9.185 denuncias por violencia sexual contra menores, según un informe conjunto de Educo y la Universidad Pontificia Comillas. Pero lo más alarmante es que estas cifras representan solo una parte del problema: se estima que apenas un 15% de los casos se denuncian.
Más allá de las cifras, cada caso encierra un mundo. Detrás de cada número hay una historia callada, una infancia que se interrumpió y una vida que aprendió a doler en silencio.
Algunas heridas no cicatrizan como quisiéramos, pero podemos aprender a convivir con su dolor sin que condicione nuestras decisiones, y desde ahí, vivir con más libertad, alivio y sentido.
1. Cuando el alma aún confiaba
Es una tarde soleada y juegas en el parque con la cara manchada de tierra y las rodillas raspadas, sin que nada de eso importe. Corres tras una paloma, gritas, ríes o lloras libremente, y los piratas te atacan mientras navegas los océanos subida a una piedra. En ningún rincón de tu cuerpo habitaba la culpa. Solo estabas ahí, con el viento en la cara y el corazón tranquilo, sintiendo que todo estaba bien y que si caes alguien te recogerá. Esa es la inocencia.
La inocencia es una forma de mirar el mundo que tiene la infancia: abierta, confiada y sin armaduras. No es solo no ser culpable. Es sentirse a salvo para explorar, expresarse y amar sin miedo, sabiendo que alguien estará allí si algo duele.
Tampoco se trata solo de ingenuidad. Es la sensibilidad de quien todavía cree en la belleza del mundo, la curiosidad que impulsa a descubrir, y la libertad de sentirse legítima tal como es.
Cuando hablamos de inocencia, hablamos de tu derecho a ser con integridad emocional: cuando el cuerpo, el deseo y el afecto todavía pueden convivir sin culpa ni amenaza.

2. La fractura de la inocencia
Una voz amable. Un gesto que imitaba el cariño. Alguien que decía protegerte, que te pedía confianza, que te sonreía como si fuera un juego. Pero había algo extraño, una incomodidad que no sabías nombrar. Tu cuerpo quizás lo sintió antes que tú: algo andaba mal. Y así, sin darte cuenta ni poder hacer nada al respecto, todo cambió para siempre.
El abuso fractura la inocencia.
La niña empieza a sentir que su cuerpo, su placer o su afecto son peligrosos. Que hay algo en ella que provoca, confunde o incomoda.
No alcanza a comprender lo que sucede, pero lo percibe con una intensidad que le desborda el cuerpo: la invasión y la pérdida de la protección. Su cuerpo se convierte en escenario de algo que no puede controlar ni nombrar. Y en un giro cruel, se siente culpable o cómplice de lo ocurrido, aunque no lo sea.
La inocencia se rompe no solo por lo que ocurrió, sino porque algo se quebró por dentro: la certeza de que su existencia era digna de confianza.
Es como si una sombra ajena de culpa, miedo y asco se pegara a su piel.
El mensaje profundo que queda grabado es: “no está bien que sea quien soy”.
3. La niña que sobrevive en silencio
Empieza a cambiar algo que nadie nota.
Tal vez ya no juega igual. O se ríe menos.
Quizás empieza a mirar más desde lejos, o se vuelve extrañamente obediente, como si intuyera que su lugar está en no molestar.
Sus ojos, antes brillantes, ahora parecen saber cosas que no deberían saber.
No lo dice, no lo puede decir, pero su cuerpo empieza a contar lo que su voz no encuentra cómo nombrar.
Poco a poco, sin ruido, la niña se va alejando de sí misma para poder quedarse.
Después del abuso, la niña cambia. A veces poco a poco, a veces de golpe, pero algo en su mirada, en su cuerpo o en su forma de estar se altera. Por dentro, la transformación es aún más profunda: el alma se repliega y el mundo deja de sentirse seguro. Sin entender del todo lo que ocurrió, empieza a organizarse desde el dolor. Así, para no romperse, aprende a sobrevivir como puede.
Estas son algunas de las formas que puede adoptar esa supervivencia:
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- La guardiana del secreto: aprende que hablar puede ser peligroso. Que si cuenta lo que ocurrió, tal vez no le crean, la culpen, o la castiguen. Entonces calla. Guarda el dolor en silencio, aunque eso la deje sola con su herida.
- La hipervigilante emocional: vive escaneando el entorno, tratando de anticipar lo que viene. Detecta gestos, silencios, cambios sutiles en los otros. Está siempre alerta, como si el peligro pudiera volver en cualquier momento.
- La que necesita controlarlo todo: después de haber vivido algo que no pudo controlar, se aferra al orden. Busca dominar lo que le rodea para no volver a sentirse vulnerable. A veces se vuelve perfeccionista, exigente o rígida.
- La que se desconecta para no sentir: para no volver a sufrir, se anestesia. Se separa de su cuerpo, del juego, del deseo. Puede parecer ausente o tranquila, pero en el fondo está lejos de sí misma. Levanta un muro interno para no sentir.
- La que aprende a gustar para estar a salvo: sobre todo si el abusador era alguien cercano (como suele ser lo común), puede desarrollar una forma de estar basada en agradar. Se vuelve dulce, obediente, complaciente. Intuye que ser amable es la mejor forma de evitar el daño.
- La que se confunde con el deseo: si hubo sensaciones placenteras, puede aparecer una profunda confusión. A veces desarrolla una sensualidad precoz, otras veces un rechazo total al contacto. El placer queda enturbiado.
- La que deja de ser niña: ya no juega. Ya no confía. Ya no explora el mundo como antes. Se siente diferente, sucia, culpable. Algo dentro suyo se ha quedado solo.
Estas formas de adaptación no son defectos. Son mecanismos de emergencia. Estrategias que el alma construye para poder seguir adelante. Pero ese seguir adelante tiene un precio: la niña deja de sentirse libre.

4. Cuando la herida sigue hablando
Se deja abrazar, pero su cuerpo no responde.
Parece presente, pero algo en ella se ha ido.
A veces se entrega sin frenos, sin saber del todo si lo desea.
Otras veces, basta un gesto suave para tensarla. Se encoge, esquiva, sonríe.
Le cuesta saber qué siente, qué desea o cómo abrirse al placer. Como si disfrutar fuera peligroso.
Aunque muchas veces no se recuerde con claridad, esa vivencia se manifiesta en la adultez como una sensación sorda de no merecer, de desconfiar de los demás o incluso del propio cuerpo, de vivir en alerta o en disociación.
Ella vive en una lucha interna constante con su cuerpo, su placer y su deseo. Puede mostrarse fuerte, incluso exitosa, pero en el fondo hay una desconexión con su deseo profundo, como si el cuerpo estuviera presente pero el alma no pudiera habitarlo.
Tiene una imagen distorsionada de sí misma, como si hubiera algo mal en su forma de sentir o de ser. A veces vive con el temor de que los demás descubran eso que siente como una mancha: una culpa que no sabe de dónde viene, pero que cree que puede notarse. Siente que no puede relajarse ni entregarse sin riesgo. En algunos casos, llega a creer que el amor se consigue a través del sacrificio. Que para ser querida debe ceder, aguantar o callar.
Esto afecta los vínculos, la autoestima, la sexualidad, el placer, la capacidad de confiar y de disfrutar. Se sobrevive, pero no se vive plenamente.
Con el tiempo, la figura del abusador se instala por dentro, convertida en una voz que juzga, exige y culpa. Una voz que no es suya, pero que suena como si lo fuera. Esa parte que quedó atrapada en el pasado sigue repitiendo la escena, desde la sombra, como si aún tuviera que pagar por algo.
5. Lo que se reconstruye desde la herida
Empezó con una lágrima que no había salido nunca y una palabra que me atreví a decir por primera vez.
Estaba en silencio, con el cuerpo tenso, y de pronto algo se aflojó. No era alivio total, pero sí un pequeño respiro.
No tuve que explicarme. No me juzgué ni me juzgaron.
Y por un instante, sentí que mi historia podía empezar a contarse de otra manera.
En terapia, poco a poco, lo innombrable empieza a tener voz. En ese acto, la persona deja de verse como culpable y empieza a ocupar su lugar legítimo: el de testigo de su propio dolor.
Uno de los giros más profundos ocurre cuando se devuelve la responsabilidad al lugar donde siempre debió estar: al abusador. El abuso nunca fue responsabilidad de la niña. Comprender esto no solo libera, también repara.
El cuerpo, tantas veces silenciado o castigado, empieza a ser escuchado con ternura. Se resignifica. Vuelve a sentirse territorio propio. No solo como escenario del dolor, sino también como espacio de placer legítimo.
Poco a poco, también, emerge un deseo tímido pero valiente: el de volver a confiar. Con el tiempo, la persona se permite acercarse a otros sin dejarse dominar por el sentimiento de que la intimidad implica peligro.
Y lo más bello: la ternura, lo suave y lo afectuoso, aquello que quizás quedó asociado al miedo, se resignifica como fuerza. Como recurso legítimo del alma.
Recuperar la inocencia no es olvidar lo vivido, sino transformar la forma en que habitas tu historia. Darte el permiso de volver a ser tú, sin la carga de una culpa que nunca fue tuya. Y esa voz que antes juzgaba desde dentro, poco a poco pierde fuerza. Porque ahora hay otra voz que escucha, comprende y acompaña: la tuya.

6. Un primer contacto con tu inocencia
Este ejercicio no busca revivir escenas dolorosas ni reemplazar un acompañamiento terapéutico. Su intención es que hagas un primer contacto con tu inocencia. Solo te recomiendo hacerlo si estás realizando un proceso terapéutico y estás siendo acompañada por un terapeuta especializado.
Paso a paso:
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- Busca un lugar tranquilo donde puedas estar contigo sin interrupciones. Si te ayuda, cierra los ojos o simplemente deja que tu respiración te ancle al presente.
- Trae a tu mente la niña que fuiste antes de sufrir abuso, y piensa en cómo eras siendo inocente. Puede ser una escena así: tal vez estás jugando, riendo, abrazando a alguien o explorando algo con curiosidad. Basta con que evoque una chispa de esa parte tuya que aún creía en el amor, en la bondad o en la belleza del mundo.
- Toma una hoja y algo con qué escribir y escribe cómo es esa niña que fuiste.
- Ahora, piensa qué partes de esa niña que fuiste están presentes en tu día a día, y cuáles te gustaría recuperar. Cuando lo hayas pensado, escríbelo en la hoja.
- Para cerrar, vuelve a leer todo lo que has escrito y toma un momento para quedarte contigo. No hace falta hacer nada más. Solo respira. Si lo sientes, guárdalo si lo sientes significativo. Que sea un recordatorio de lo que aún vive en ti. Puedes ponerle un título o acompañarlo con un objeto sencillo que te conecte con tu esencia: una piedra, una tela o una imagen. Algo que te recuerde que tu inocencia aún respira dentro de ti.
Si al leer este post sentiste que algo de ti se movió, una memoria, una emoción o una parte olvidada, y quieres empezar a cuidar esa herida con respeto y profundidad, puedo acompañarte.
La terapia es un espacio donde el dolor encuentra palabra, y donde lo que fuiste puede volver a tener lugar.
Si lo sientes, puedes escribirme. Estoy aquí.
*Toda la información y recomendaciones en este post no sustituye en ningún caso a un terapeuta, psicólogo, psiquiatra o tratamiento médico.